Casa de la abuela, hora de la cena, y ahí que estaba el bueno de Pedro, a lo suyo, tal y como gustaba de hacer cada noche desde tiempos que ya ninguno de nosotros éramos capaces de precisar. El terco Pedro intentando una vez más dar caza a alguna migaja de nuestra atención, –miradme, hacedme caso– tan amante de la esdrújula, de la exclamación, los ojos chicos como cerraduras, y la noticia, apuntando directa al corazón: “Récord histórico en Barcelona. Tres meses sin llover”, dijo el bueno de Piqueras, Pedro Piqueras. Al titular no le faltaba atractivo, eso lo sabe ver cualquiera, pero a la abuela, vieja como era (quizás no viajada, pero vieja lo era un rato), la estadística le conmocionó lo mismo que a un carpintero un martillo. Peor era que lloviera sin descanso, debió de pensar. Sin darle oportunidad de explicarse a la voz en off de la pieza de los informativos, la abuela giró la cabeza y enfocó la mirada de vuelta a la comida (esa que tanto escaseó en su día, tal y como se preciaba de alertarnos casi cada vez que se encendía un fogón en casa de la abuela) para contarle a todo el que quisiera escucharla una historieta de campo andaluz, de cuando el hambre, con sus mozos aceituneros, sus mulas “derrengadas”, y unas lluvias que se prolongaron durante días, obligando a los hombres, según dijo mi abuela, a quedarse atrapados en el barro a la espera de que dejase de caer agua del cielo. Pedro había tenido tiempo de intentar estremecernos hasta con tres noticias más cuando la octogenaria, mi octogenaria, vio conveniente poner el punto y final a su relato, tirando para ello de la manida y desesperanzada conclusión de poso amargo con la que tan frecuentemente nuestros mayores acostumbran a condenar la irresponsabilidad de los tiempos locos que les ha tocado presenciar en el ocaso de sus días: “Ya no llueve como antes”.
El campo andaluz tiene sus historias tanto como las tiene el murciano, el catalán, el gallego o el vasco. Este último es el que hoy nos interesa. Cambiando el sol por la borrasca, la aceituna por el carbón, el trigo por la sal, uno se da cuenta de que, al menos en esta España nuestra que tanta penuria y polvo ha tenido que tragar, la película siempre fue la misma; la miseria siempre supo igual. En Las ciegas hormigas, Ramiro Pinilla se sirve de una historia de hambre, desesperación y rivalidad local para hacernos una fotografía espléndida de la vida de una familia de un pueblecito de Getxo en la etapa más atravesada de la dictadura franquista, ésa en la que la miseria se daba por hecho hasta el punto casi agradecerla; porque era o eso o nada. Un libro con las páginas machadas de carbón, sangre y esputos, escrito por un orfebre de la literatura que tuvo la desgracia de decirnos adiós ni dos años hace, con todo un legado a sus espaldas y un recuerdo quizás no a la altura de lo que se merece: poco se está hablando de Ramiro Pinilla, premio Nadal en 1961 con el libro que nos ocupa.
No fue premio Nadal, sino Nobel, el autor que primero me ha venido a la mente con la lectura de Las ciegas hormigas. Literalmente, con la lectura del título de la novela, y después, con la novela en sí. Tres décadas antes del Ensayo sobre la ceguera con el que José Saramago describió vía orines, semen y, sí, sangre, cuan bajo era capaz de caer la raza humana en cuanto la adversidad asomaba la patita, Ramiro Pinilla ya nos pintó un lienzo casi igual de fúnebre y sin necesidad de echar mano de la distopía. Mientras que Ensayo sobre la ceguera pone la lupa en la sociedad urbana en su conjunto, enseñándonos cómo crecen la opresión, la angustia y el egoísmo a medida que se multiplican los casos de ceguera repentina entre la población, en Las ciegas hormigas la invalidez ya viene de serie. El individualismo salvaje y la desesperación solo forman parte de un decorado más grande que, más que perseguir fines pedagógicos, opta por homenajear a Joseph Conrad y enseñarnos en su crudeza “el horror, el horror” del que nos hablaba Kurtz.
En El corazón de las tinieblas, el horror era la esclavitud en el África colonial asediada por el hambre de riqueza cortoplacista del hombre blanco. En Las ciegas hormigas el hambre es solo hambre a secas, pero también es hambre negra, tan oscura como la tizne que desprende el carbón, valioso tesoro, capaz otra vez de sacar lo peor que el alma humana lleva encerrada entre las tinieblas de su corazón.
“Saltaron varias planchas y el carbón se desparramó como el pus negro de una herida reventada”
Un barco inglés hasta los topes de carbón se estampa en la costa del pueblo vizcaíno de Algorta, lo que equivale a decir que la playa, en esta lluviosa noche de invierno, acaba de llenarse de lingotes de oro. No lo dice Pinilla, lo digo yo, porque en este aspecto Pinilla lo borda: no explicita nada, adjetiva con mucha mesura, y se limita a mostrarnos, precisamente, el desparrame: el funcionamiento de un grupo de hormiguitas cuyas vidas, regladas por el puro instinto de supervivencia, acaban de ser trastocadas por completo. No hace falta ni explicar lo poco que importa que sea sábado y que estemos ya todos cenados, como tampoco hay necesidad de cuestionarse la moral y la ética del evidente saqueo que los hombres y muchachos del pueblo entero están a punto de ejecutar con nocturnidad y alevosía compartida, pero cuantos menos mejor, cuanto antes mejor, que ya se oye runrún de vecinos y carromatos rumbo a las rocas, que hoy quien no corra no come. Apenas unas pocas líneas para dejar caer la remota (y tranquilizadora para con la conciencia) posibilidad de que el barco tenga un seguro contratado, y pasemos a lo que importa de verdad: cómo averiguar lo antes posible un carro y dos mulas para el acarreo. Todo, con tal de conseguir algo de carbón, aunque sea un pedrusco, cualquier cosa a la que agarrarse para aliviar un poco esta vida que no es vida, y decir que sí con la memoria, que aquel sí que fue un buen día por el que mereció la pena salir de la cama.
La familia Jáuregui lo es todo en esta novela en la que a ratos se intuyen ciertos ecos de aquella otra aciaga familia, los Pascual Duarte, con la que Camilo José Cela encogió los corazones de toda una generación (y todavía sigue) a base de una idéntica ecuación de ignorancia bruta provinciana y lucha tribal de clanes. Como en La familia de Pacual Duarte, en Las ciegas hormigas la paz no está garantizada ni entre los habitantes de un mismo techo: si no es de la familia, es enemigo, si es de la familia, acatará los designios del supremo líder, seguido de los sucesivos escalafones de mando.
La perspectiva lo es todo en esta novela. Si bien tenemos al joven Ismael en primera persona como voz principal, ésta es más accesoria que directora de orquesta, ya que este papel está reservado para el brillante collage de trenes de pensamiento de todos y cada uno de los miembros de la familia (salvo el padre). Gracias al recurso de los trenes de pensamiento vemos las aspiraciones, inquietudes y sueños de cada uno de los personajes (separados por bloques que arrancan con el nombre del personaje y dos puntos), comprobando así toda la rivalidad, ambición y heterogeneidad de pareceres que arrastran estos pobres benditos a los que, por culpa de la genética, no les queda más remedio que respetarse entre ellos si es que pretenden salvaguardar algo de coherencia en esta vida mutilada de sentido que les ha tocado vivir. Es un libro sobre la familia, pero sobre todo es un libro dedicado al ser humano en su constante pugna ante la balanza del egoísmo y del favor, del dar y el recibir.
Pinilla solo nos veda el acceso a una de las mentes de la familia que, no por casualidad, es aquella cuyo ímpetu, determinación, músculos y valor se encarga de mantener a flote el barco. Desde la manera de poner un pie delante del otro, hasta la de regatear el préstamo del carro y las mulas, pasando por sus medievales pero efectivas artes de conquista conyugal: todo en Sabas parece sacado de una leyenda inscrita en bronce y fuego. Resultante de una fusión entre Tony Montana, McGyver y todos los chistes malos de Chuck Norris juntos, Sabas, como Scarface, solo tiene en la vida sus cojones y su palabra. Y no los rompe por nadie. Si a esto le sumamos un plus de cabezonería euskaldún, tenemos al personaje más inolvidable del libro. Este acceso no autorizado al mosaico mental del supremo líder es si acaso la incógnita más sugerente que nos deja la novela: ¿qué pensará de verdad, caretas fuera, este hombre que parece estar por encima del bien y del mal, que parece estar hecho de una pasta a prueba de la penuria y el horror?
Un libro que duele de leer, en el que una familia capaz de matar a unos gatitos antes de tener que cederles uno de sus boles diarios (y contados) de leche, se enfrenta a la adversidad, dentro y fuera de casa, en el preciso momento en el que las olas del mar arrastran hasta la playa kilos y kilos de décimos de lotería premiados. La ocurrencia de repartirse el premio entre todos los vecinos, de tan loca, ni siquiera existe. Aquí solo existe la miseria y la oportunidad de rebajarla. Aquí solo existen un carro, dos mulas, y tiempo que estamos perdiendo haciendo el imbécil y que podríamos estar usando para recoger carbón, calor, vida, esperanza. Una ilusión a la que aferrarse. La historia de siempre, contada como nunca. Las ciegas hormigas.
Ramiro Pinilla, Las ciegas hormigas
Tusquets, Barcelona, 2010 (publicado en 1961)
328 páginas | 19 Euros