No tendría más de diecisiete o dieciocho. La vida conservaba intacto el precinto, Borges y Cortázar no existían, y el césped de la facultad era la certeza de la eternidad. Derrumbados sobre la alfombra verde de una mañana cualquiera, a mi buen amigo Diego le dio por decir que se estaba leyendo un libro donde un tipo se alimenta de letras. Curiosidad y miradas de interrogación. Casi una década después, con la vida mutada en manojo de preguntas y los argentinos (influencia evidente) puestos en su correspondiente pedestal, no he dudado ni un suspiro en volver a comprar uno de los libros que más me han marcado en el rato que llevo respirando: los Ochenta y Seis cuentos del catalán, periodista, articulista de La Vanguardia y adicto a Twitter Quim Monzó. Por humanidad y respeto, el colorado Anagrama de bolsillo no toleraba ya más manoseo y amputación.
Un libro donde un tipo se alimenta de letras. En efecto, “descubrió que las sans serif eran más digestivas que las avec serif; que, de éstas, la égyptienne era la más pesada, tanto que, comida antes de dormir, producía insomnio o pesadillas estremecedoras”. Abunda lo fantástico, sí, pero este libro tiene poco que ver con J.K. Rowling. A pesar de que en otro cuento hay un hombre que después del orgasmo se transforma en papagayo y se va a vivir a la selva tropical que su amante atesora entre los pechos, la fantasía sólo es la herramienta; el vehículo con el que Monzó nos introduce en su particular mundo de enredos y desencuentros. Barcelona como escenario, escenas de familiaridad extrema como argumento, y el ser humano retratado y puesto en evidencia como fondo. Aquí de lo que estamos hablando es de un genuino banco de pruebas de la psicología humana.
Sirviéndose de una narración sencilla colmada por un giro o doble giro, Monzó juega a poner sobre el tapete de lo cotidiano a miserables corrientes con ambiciones corrientes que se ven enfrascados en atolladeros inesperados. Desgraciados como yo, tú o el vecino que, armados de una ristra de principios presuntamente inamovibles, se replantean su escala de valores cuando la fatalidad o la simple arbitrariedad de la vida hacen tambalear su fe en el orden de las cosas: recibir llamadas sexuales y desagradables de un anónimo para descubrir, sólo cuando han cesado, que se echan de menos, o divisar en una misma tarde a la misma mujer en cine, librería y restaurante.
Situaciones que gritan un ¿Qué toca hacer ahora?
¿Qué debe hacer aquel que lleva 50 años escribiendo la obra de su vida y descubre que la tinta de los primeros volúmenes empieza a borrarse? ¿Por qué un enfermo de la puntualidad acostumbrado a presentarse a las citas con una hora de antelación es capaz de aguantar hasta tres horas más antes de aceptar que le han dejado plantado? ¿Cuándo el hombre que jamás terminó de leer un libro por miedo a que el final le decepcione reunirá el valor “para dejar de aplazar la decisión final”?
Monzó tiene una entrevista estupenda en JotDown donde se define como un ser asocial que no entiende las relaciones entre personas ni la amistad y, no digamos ya, la felicidad. Sus cuentos tienen mucho de esto. Deconstruye las escenas y los roles habituales que estamos acostumbrados a leer y nos presenta a personajes que hacen lo que hacen sin saber muy bien por qué lo hacen, más atentos al instinto que al raciocinio.
Hombres inseguros, mujeres posesivas. Seres humillados, tristes y solitarios que, quitando sus verdades insoslayables, sienten miedo, quieren ser aceptados y viven en la mentira y el descontento. Monzó conmueve al lector a pesar de la narración fría y las descripciones analíticas. Cada cuento nos habla de ilusiones por colmar, retratando el absurdo y el esperpento al que todos nos plantearíamos descender con tal de arrimarnos un poco más a eso que pensamos que nos hará felices:
“La enfermera jefe mira el reloj. No le va nada bien que se le haya muerto un paciente de en este momento. Le falta un cuarto de hora para irse, y hoy más que nunca le interesa salir puntual porque por fin ha conseguido que el novio de su mejor amiga le haya dicho que se vieran, con la excusa de hablar, justamente, de su amiga.”
La sección dedicada al amor y la pasión es, probablemente, la mejor. Adulterios, matrimonios, noviazgos de una noche…todas las fórmulas posibles son escrutadas por una pluma realista, irónica y carcajeante que transporta al lector a una incómoda sensación de familiaridad. Los Ochenta y seis cuentos de Quim Monzó, como todo buen libro, no brinda ninguna respuesta. El lector que se enfrenta a sus páginas sólo las abandona con más interrogantes. Con la vida aún por desprecintar.
Quim Monzó, Ochenta y seis cuentos
Traducción de Javier Cercas
Anagrama, Barcelona 1999
500 páginas | 10 Euros