Una de las mejores lecturas complementarias para entender la primera y triunfante novela de Jesús Carrasco, Intemperie, es el DRAE. Por mucho que este publicista pacense reciclado en escritor insistiese en sus muchas entrevistas promocionales en lo poco que le gusta irse por las ramas en sus narraciones, optando mejor por mantener la acción en constante progreso, todo aquel que de verdad pretendiese extraer hasta el último jugo de la historia del niño y el cabrero tuvo que tirar de diccionario a razón, más o menos, de dos veces por página. Y tan bien que le fue: Intemperie y En la orilla fueron, de forma indiscutible, de los mejores libros del 2013.
Tres años después de la detonación, Seix Barral publica la segunda onda expansiva: La tierra que pisamos. Nueva dosis de esa literatura de realismo agrícola y miseria dolorosa provinciana; de nuevo la tensión constante, de nuevo los capítulos que más bien parecen espasmos (muchos no llegan ni a la página entera, la mayoría ocupan dos), otra vez la pareja de protagonistas y unos cuantos secundarios revoloteando, y otra vez un camino en tránsito con destino ignoto (antes, un niño que huía, ahora, un preso que sobrevive). Con dos novelas en el mercado, ¿queda ya levantada la veda para poder hablar de “la narrativa de Jesús Carrasco” o “del estilo Jesús Carrasco”?
A Carrasco le ha salido esta vez un libro muy Carrasquiano.
En su extensión y en volumen de horror (a veces, demasiado horror, excesiva miseria constante), La tierra que pisamos recuerda demasiado a Intemperie. No es una mala novela, pero tampoco es una novela que arriesgue, y allí donde lo hace (en la estructura), el resultado podría no satisfacer del todo. Me explico: hace años que España fue invadida por un imperio alemán que ha conquistado todo el continente. Un buen día, una alemana residente en un pueblecito de la colonia española recibe la visita de un vagabundo español que se comporta de un modo extraño, que escarba en la tierra. A través de sus conversaciones con él, va sonsacándole su pasado, y éste se muestra al lector en forma de digresión narrada por la mujer, Eva. De fondo, un relato sobre cómo de horrible puede ser el hombre, y como de duras las raíces que le atan a uno a su tierra. Soldados, campos de concentración, etc.
El libro intercala tiempo presente con pasado: la captura del hombre, su traslado a los campos de trabajo, y su salvación. ¿Spoiler? No, de ninguna manera: tenemos bien claro que la historia tendrá final feliz porque el hombre del cual descubrimos su pasado está presente desde la primera página. ¿Cuál es el aliciente del lector para continuar leyendo cuando, encima, el escritor insiste, insiste, e insiste en lo jodidamente miserables que fueron las condiciones de vida de Leva (así es como se llama el tipo) y el resto de prisioneros? En ciertos momentos de la historia es exasperante encontrarse con otro capítulo dedicado, una vez más, a describir lo puteado que estaba el tipo.
Jesús Carrasco utiliza los adjetivos sin miedo a recargar la frase porque en su estilo parece haber cierta obsesión en la construcción de escenas en el cerebro del lector. Lo mejor de La tierra que pisamos es el mimo con el que está escrito, apelando en todo momento a los olores, sabores y sonidos. Texturas y emociones. Esta profusión de fotografías se ve compensada, en lugar de perjudicada, por cierta glotonería de adjetivos muy precisos.
Hemingway tenía muchas limitaciones (safari, toros, toros, toros, amoríos, safari, guerra, amoríos, guerra…), y ahí está. Hemingway escribía como el zumbido de un avión durante el despegue: su estilo tenía tanta carga y electricidad que aquello no podía prolongarse por cientos y cientos de páginas sin perder fuerza. Quizás por eso existe cierta unanimidad en que lo mejor que nos dejó fueron sus cuentos. Las dos novelas que ha publicado Jesús Carrasco tienen en común que, a poco que te descuides, te las lees de una sentada. Pildoritas de tensión constante, zumbido angustioso de fondo, drama con violines. La tierra que pisamos tiene 87 capítulos para 268 páginas. Intemperie, más o menos igual. Esperemos ésta especie de cuento largo no sea la única fórmula que sepa manejar el espléndido escritor Jesús Carrasco.
“El sueño es un imperativo necesario pero frágil. Volver a despertar en algún momento, siempre con la sensación de no haber descansado. Como quien quiere bañarse en el mar y el agua solo le llega a los tobillos. Tumbarse y notar el fango. Nunca la limpieza, ni la claridad, ni el frescor que se espera del agua. Mojarse, eso sí, pero no sentirse nunca envuelto por esa otra sustancia que purifica la piel y la presiona. No deslizarse en su transparencia, no flotar, no caracolear ni subvertir la gravedad. No jugar, no alejarsse de la orilla, no sentir la misteriosa profundidad de quien se adentra. El sueño como combustible para la consciencia. Para poder volver a transitar por el infierno, aunque sea trastabillándose. El infierno es estar despierto y el verdadero descanso, en esas condiciones, solo lo puede procurar la muerte. Tener los ojos abiertos ya no significa dolor, porque el dolor, a diferencia de lo que pudiera parecer, no es más que el dintel de la puerta. Las estancias del nuevo lugar que ocupa, el horror, no se corresponden con formas conocidas. Estar despierto significa no ser capaz de interpretar lo que sucede a su alrededor.”
Jesús Carrasco, La tierra que pisamos
Seix Barral, Barcelona 2016
268 páginas | 18 Euros