Ya lo avisamos en el primer párrafo de la primera reseña de este humilde blog: Manuel Jabois dice que folla y, encima, publica libros dando detalles. Últimamente parece haberse tomado la tarea tan en serio que le ha salido un crío: “Necesitaba una novela o un hijo, y era tanta mi pereza delante del ordenador que me puse a follar”.
Si la extensión de los textos de Pollito Libros tuviese que corresponderse con la de las obras que se reseñan (idea absurda de la mañana, pero idea) este comentario debería finalizar aquí, pues la entretenida criaturita de 124 páginas en formato Moleskine y estructura de dietario se lee fácilmente casi en lo que uno tarda en pronunciar la palabra fácilmente. Está feo empezar tan pronto con las críticas negativas pero, en mi responsable ejercicio de escritura automática para con los lectores de este blog, me ha salido así del cerebro y así se queda. Además, nos quitamos lo malo de encima rápido y ya todo son risas. Ya, todo sonrisas.
Prometo que ignoré casi todo lo que dijo Jabois en el Congreso de Periodismo Digital de Huesca de hace unos años (en parte por culpa de ese estremecimiento a caballo entre la decepción y la tolerancia que le viene a uno cuando escucha a sus héroes hablar por primera vez) cuando vi su conferencia por streaming. Digo que no le presté mucha atención porque no podía dejar de preguntarme por qué carajo el tío estaba sentado así, con las piernas cruzadas y completamente estiradas a lo tumbona playera mientras charlaba con Ignacio Escolar, Ricardo González y Gumersindo Lafuente sobre “el valor de la marca”. “Este ya va chuzo“, pensé. Pues no: “Así estaba, empezando a gustarme por dentro con unas palabras que tenía preparadas, cuando de repente vi a mi chica pálida entre la multitud. Le pregunté con la mirada qué ocurría, pues estaba todo a punto de empezar y el auditorio ya presentaba un lleno, y me señaló lo que me pareció a mí el paquete. Deslicé tímidamente la mano hacía allí, no fuera a ser que la presencia de tantas alumnas en la grada hubiera despertado en el peor momento una pasión incontrolable, pero con lo que me encontré fue lisa y llanamente un trozo de cojón, que Dios me perdone. El pantalón se había rajado….”
De esto nos habla Manu: de la gestación de un hijo y también de las perrerías, reveses y alegrías que tienen lugar en su vida, encallada por culpa de un divorcio y del retorno a la casa de sus padres: “Había cumplido treinta y dos años y debía de estar en lo más alto de mi profesión – fuese esta cual fuese- y pasar las horas escribiendo; sin embargo los últimos meses los había dedicado al fatigado esfuerzo de demoler mi vida”. Este estilo sobrio y analítico, repleto de inteligentes sarcasmos y libre de emotividad alguna es lo que define al pontevedrés y lo que le hace único en los tiempos que corren. Y sí, soy consciente de que en el párrafo anterior le he tildado de héroe: cuando hablo de Jabois suelo faltarle bastante al respeto a eso que llamamos neutralidad y objetividad y es algo que no puedo remediar porque el tío me tiene ganado. Me suena que ya lo he dicho por ahí en otra entrada, pero el caso es que era necesaria esta ventolera de aire fresco en el columnismo de este país. Hoy por hoy, este noble género se encuentra excesivamente infestado de gentes parasitarias que se toman la columna más como el premio a una carrera de logros y éxitos que como un género en el que aportar algo de sustancia. Y no es plan de dar nombres y fastidiarme el incierto futuro que me queda en esta profesión, pues todos sabemos a qué columnistas leemos como si fuese la última cosa que hacer en vida y a cuáles les pasamos la página nada más verles el jeto. Uf. Volvamos al libro.
La narración se estructura con ágiles saltos en el tiempo, comenzando y terminando con el nacimiento de su hijo. Su aterrizaje en El Mundo (puede que el bueno de David Gistau no haya leído más elogios seguidos en su vida), las borracheras de cinco de la mañana junto a su embarazada y anécdotas generosas en amiguismo y humor como la de la exposición de la Bienal de Arte Contemporáneo de Pontevedra, en la que el artista (sin cursiva) puso a cocer en una gran olla una merluza rodeada de una multitud de señores de metro cincuenta para abajo. Los bajitos fueron culpa de Jabois: “Es que esta no es la performance, no es así”, decía el pobre hombre”.
He mentido vilmente hace unas líneas cuando dije que había acabado con Jabois. Hay otra cosa que me chamusca un poco: quizás corra el riesgo de que su estilo, arriesgado y sin igual en la actualidad, se acomode al inmovilismo y se enquiste; de que pasen los años y las bromas línea sí y línea también de sus columnas dejen de pillarnos por sorpresa. Este palo, quizás injustificado, lo suelto así por así para celebrar que el periodista probablemente esconde un registro serio y dramático que no me importaría leer con mayor frecuencia. Me refiero al emotivo pasaje del fallecimiento de su abuelo, único tema con el que no se permite broma alguna y con el cual nos regala momentos preciosos como este: “Manu y él coincidieron en la vida unas horas como dos pasajeros que se cruzan. Los imaginaba mirándose de reojo en la puerta del tren, uno entrando y otro saliendo, sin saber muy bien que los unía”.
En fin, háganse con el libro. Prometo que no me pasa porcentaje alguno a cambio de este vergonzante festival de halagos.
Manuel Jabois, Manu
Pepitas de calabaza, Logroño 2013
124 páginas | 10 Euros